24/04/2015 | PROGRAMA VOCAR – PAÍS CIENCIA
Claudio Fernandez : El Investigador que salió del potrero y llegó a lo mas alto de la ciencia.
Claudio Fernandez : El Investigador que salió del potrero y llegó a lo mas alto de la ciencia.
Perfil
del director de la Plataforma País Ciencia, el Laboratorio Max Planck de
Rosario (MPLbioR) y el Instituto IIDEFAR (CONICET-UNR), que el próximo domingo
estará en la 41ª Feria del Libro dando su charla sobre “fulbociencia”.
Claudio
Fernández podría ser una estrella del fútbol. Nació y creció en una zona
humilde de Villa Soldati –hoy sigue viviendo en ese mismo barrio-, y cuando
todavía no sabía lo que era ser científico, maravillaba en el potrero como un
virtuoso mediocampista. Claudio Fernández podría ser un hombre más dedicado a
su familia, a sus dos hijos de 9 y 14 años y a su mujer. O podría estar
viviendo en el extranjero: en Alemania, en Estados Unidos o en Italia, donde
pasó estadías con diferentes becas de estudio. Pero Fernández, de 47 años, está
acá: durmiendo tres o cuatro horas diarias, viviendo tres días con su familia
en Buenos Aires y otros cuatro en soledad en Rosario, apostándolo todo a una
carrera científica a la que se dedica pensando más en el desarrollo del país
que en sí mismo.
Como investigador del Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y director de la Plataforma
País Ciencia, ocupa la oficina principal del recientemente inaugurado
Laboratorio Max Planck de Biologia Estructural, Quimica y Biofisica Molecular
de Rosario. El responsable de que esté ahí y no en cualquier otro lugar está
justo un piso debajo de ese lugar. No es un funcionario ni tampoco un
científico; es un instrumento valuado en un millón trescientos mil euros instalado
en una habitación impoluta de paredes blancas, armada exclusivamente para su
uso, justo debajo de su despacho. Se llama “Resonador Magnético Nuclear de Alta
Resolución equipado con Tecnología de Criosonda”, y a este científico le cambió
la vida.
Elecciones
No fue que Claudio Fernández eligió
exactamente cuál sería su objeto de estudio: más bien el objeto de estudio lo
eligió a él. Estaba en su último año de la carrera universitaria, cursando
Química Bioorgánica. Allí, por primera vez en su vida, le explicaron lo que era
la resonancia magnética nuclear aplicada al estudio de proteínas, es decir, el
método para determinar estructuras dinámicas de proteínas y poder diseñar
fármacos para curar patologías. Cuando terminó la cursada, sacó dos conclusiones:
la primera, que quería ser científico. Y la segunda –terminante- era que de
ninguna manera iba a dedicarse a la resonancia magnética nuclear. “No entendía
nada”, recuerda. Cuando rindió el final de la materia –“no sé cómo aprobé”- lo
llamó su profesor, un pope de la química orgánica en la Argentina, y le ofreció
una beca para trabajar en resonancia magnética nuclear. Fernández, fiel a su
convicción primaria, le respondió que muchas gracias pero no. A la semana
siguiente, el profesor volvió a insistirle. Fernández agradeció nuevamente la
gentileza, pero le pidió que le avisara si tenía alguna vacante en enzimología.
Nada de resonancia magnética nuclear. Pero hubo un tercer llamado que, como
todas las terceras veces, fue la vencida: su profesor le ofrecía presentarse a
una beca del CONICET. “Hoy –dice- todo lo que he logrado se lo debo en gran
medida a la resonancia magnética nuclear. Era algo a lo que no me iba a dedicar
en mi vida y terminé dedicándome a tiempo completo”.
Pronto vinieron las estadías en Estados
Unidos, Italia y Alemania. Allí, en el Instituto Max Planck de Biofisica
Quimica de la ciudad de Göttingen, donde llegó invitado por una colega, hubo
otro hecho que lo marcó: una especie de epifanía. Ni bien llegó al prestigioso
instituto alemán, mientras se ponía a tono con los experimentos allí en curso,
tuvo una idea. “Se me ocurrió, ¿a dónde podríamos llegar si a esta proteína con
la que están trabajando y pareciera estar involucrada en la patología del
Parkinson la estudiamos en detalle por resonancia magnética nuclear?”.
Fernández fue más allá, y pensó que si lograba determinar la estructura de esta
proteína, se abriría una puerta importante “porque si vos te querés proteger de
alguien necesitás saber cómo es, y si sabés cómo es, si logras conocer cuál es
su talón de Aquiles, entonces tenés gran parte de la batalla ganada”, razonó en
ese momento. Se le ocurrió, entonces, plantearle su idea al director del
Instituto Max Planck. Sus nuevos compañeros lo escuchaban y creían que estaba
loco. Su mujer, en cambio, lo alentaba para que pidiera una reunión con las
autoridades. Eso hizo, y el resultado, fue “alucinante: me dijeron que le dé
para adelante, total, no perdíamos nada. Esa charla fue la que originó esa
línea de investigación en el Instituto Max Planck de Göttingen, y la misma que
hizo posible que hoy tengamos el Laboratorio Max Planck de Rosario. Yo siempre
digo: no me considero un tipo brillante, me considero un tipo perseverante y
curioso. A mí con la perseverancia y la curiosidad me alcanzó”.
Es que después de ese comienzo
auspicioso, la Sociedad Max Planck, decidió abrir uno de los poquísimos y
estratégicos laboratorios asociados que tiene en el mundo, nada menos que en la
ciudad de Rosario, y dedicado especialmente a la biología estructural, química
y biofísica molecular. Por supuesto, con Claudio Fernández repatriado y al
frente. Se adquirió, para ello, el equipo de Resonancia Magnética Nuclear que
hoy brilla bajo su despacho, el más potente y sensible de la Argentina, montado
con tecnología de criosonda, para investigar la estructura de biomoléculas
directamente en el interior de las células. El laboratorio se convirtió en uno
de los pocos en el mundo especializado en la técnica de “In Cell RMN”
(Resonancia Magnética Nuclear en células vivas), una herramienta fundamental
para el descubrimiento de fármacos en fase pre-clínica.
Unos años antes, exactamente en 2009,
el equipo de Fernández forjaría un descubrimiento muy importante en el campo de
las enfermedades de Parkinson y Alzheimer, lo que les valdría publicaciones en
revistas científicas prestigiosas del mundo: después de estudiar durante varios
años la formación de fibras de alfa sinucleína, que lleva a la muerte neuronal
en el Parkinson (similar al del Alzheimer), el grupo identificó una región de
esos agregados que permitiría diseñar racionalmente fármacos capaces de
interrumpir el proceso que desencadena la enfermedad.
“Siento que hoy le dejo al país algo
muy concreto, algo que no es poco. Estamos dejando un desarrollo tecnológico,
una manera de hacer ciencia en el área de descubrimiento de fármacos que antes
no existía. Se lo digo a mis hijos siempre: la ausencia de papá tiene que ver
ciento por cien con todo esto. Me cuesta mucho salir de mi ausencia como
padre”. Desde que está al frente del instituto, Fernández está, de viernes a
domingo, con su familia en su casa en Villa Soldati. Los otros cuatro días
viaja a Rosario, adonde vive en una pensión para estudiantes para trabajar en
el laboratorio Max Planck que dirige. “A pesar de que no tengo ningún reproche
de mis hijos me doy cuenta que su infancia es algo que he perdido, que no he
disfrutado y que no hay vuelta atrás: por eso preferiría que mis hijos no sean
científicos; porque en la pasión arrastrás a la familia y eso no está bueno”,
admite Fernández.
-¿Por qué en Rosario y no en Buenos
Aires? ¿No era más fácil si el Max Planck se instalaba en la misma ciudad donde
vivís?
-Yo lo dije claramente antes de volver
del exterior: si la propuesta era en Buenos Aires a la Argentina no volvía.
Como fue en Rosario, volví a la Argentina repatriado, porque para mí eso tiene
que ver con federalizar la ciencia en serio. Si nos cansamos de decir que hay
que federalizar la ciencia, la enseñanza y el conocimiento, ¿para qué nos vamos
a instalar todos en Buenos Aires? Pero no puedo hacer que mi familia se
desarraigue para venir a vivir acá. Me tengo que esforzar yo, ellos ya se han
esforzado bastante.
La
frustración hace la fuerza
Una madre frustrada. Todo en la
trayectoria de este director del Laboratorio Max Planck de Rosario, bioquímico,
farmacéutico, investigador del CONICET y científico repatriado comenzó con el
sueño trunco de su madre: ser profesional. “Mamá siempre quiso estudiar algo
relacionado con la medicina o la bioquímica, pero le dijeron que la mujer
estaba para preparar la comida y para tejer y la mandaron a hacer un curso de
corte y confección”. Y ese legado de lo no realizado -una herencia en vida- se
trasladó hacia el primogénito de la familia.
Durante su infancia, en la casa de
Claudio Fernández, como no había dinero ni para remedios, su padre le daba una
cura mágica: te con limón. Esa infusión fue la que le despertó la vocación
científica: “Yo veía que cuando mi viejo le ponía limón al té cambiaba de
color, entonces empecé a hacer experimentos en casa. Jugaba con esas cosas, por
ejemplo, le agregaba limón al vino para ver qué pasaba”.
Como la dictadura militar persiguió y
desapareció al hermano de su madre, militante político, la familia Fernández se
mudaba de casa en casa y cada dos por tres recibía llamadas telefónicas
amenazantes. “Mi vieja era y es una persona muy comprometida. Decía, por
aquellas épocas de desapariciones que `por cada uno de los pibes a los que le
hagan esto tenemos que meter otros 30 pibes más en la universidad`. Mi viejo en
cambio, asustado por la situación, me sacaba de casa, me llevaba a jugar al
fútbol, me alejaba de los libros y de la lectura”. Claudio tenía condiciones
para el deporte: jugaba en San Lorenzo de Almagro, y años después, cuando
viviría en Alemania becado para estudiar, llegaría a la liga regional de
Alemania. Pero el fútbol en su vida nunca pasaría a ser más que un hobbie. Lo
suyo era el estudio. “Mi vieja era la que me compraba revistas para
incentivarme en la lectura, eso se lo voy a agradecer siempre”.
Cuando terminó la secundaria sus
padres le dijeron que lo apoyarían con los estudios terciarios; él se anotó en
dos carreras: Farmacia y Bioquímica. El apoyo de sus padres consistía en
costearles los gastos del colectivo de ida y vuelta hasta la universidad, darle
una botellita de agua y un pebete de salame y queso por día. Durante los cinco
años de carrera, Claudio salía de su casa a las 8 de la mañana, cursaba hasta
las 11 de la noche, y cuando volvía al hogar cenaba y se acostaba, para volver
a despertarse a las 3 ó 4 de la mañana, estudiar y luego volver a iniciar la
jornada de cursadas hasta la noche. El hogar familiar: una cocina pequeña,
comedor “con un ventanal grande lleno de agujeros donde hacía más frío adentro
que afuera”, habitación de los padres, baño “que se caía a pedazos”, y
habitación de Claudio y sus dos hermanos menores. “Mis hermanos no saben lo que
es dormir sin la luz prendida. Yo estudiaba de madrugada, mientras ellos
dormían cerca mío”.
Entremedio, cuando ya estaba avanzando
en la carrera, los fines de semana trabajó haciendo guardias, que le
permitieron ahorrar para construir y reformar los ambientes de la casa de su
familia. “Yo no sabía lo que era ir a bailar, por ejemplo, porque la tenía que
pichulear como podía. Me metí en el centro de estudiantes no por convicciones
políticas sino porque necesitaba los apuntes gratis. No tenía ni para comprar
los libros”.
Hoy, ya como profesional y científico
consagrado, Fernández sigue viviendo en el mismo barrio en el que se crió:
Villa Soldati. “Para mí hay mucho laburo para hacer ahí”. Estar con la gente de
su barrio, dice, le permite tomar conciencia y recordar de dónde viene,
mantener su esencia. “Es importante que los que venimos de abajo logremos
cumplir nuestro objetivos. Cargamos una mochila pesada por nuestro origen
social y tenemos una sensibilidad que otros no tienen; por eso somos los que
mejor comprendemos lo importante que es ejecutar este tipo de proyectos –dice-,
como País Ciencia”.
Ciencia
al alcance de todos
La Plataforma País Ciencia es un
Proyecto de Desarrollo Tecnológico y Social (PDTS) que forma parte del Programa
de Promoción de Vocaciones Científicas (VocAr) del CONICET, creado en 2014 bajo
la dirección de Fernández y con el apoyo de la Subsecretaría de Gestión y Coordinación
de Políticas Universitarias (SGCPU) del Ministerio de Educación de la Nación,
la Universidad Nacional de Rosario (UNR) y la Fundación Medifé. Se ideó con el
fin de dar charlas y talleres a alumnos y docentes en sus propias escuelas:
llevando la ciencia al interior, a los barrios y las aulas.
¿Cómo surgió la propuesta? Un día de
2013, Fernández fue a dar una de sus charlas sobre deporte y ciencia a la Villa
31. Al terminar, se le acercó un chico de 17 años con su hija de dos años y su
novia, de 15.
-Muy linda la charla flaco, pero
fijate esto -recuerda Fernández que le dijo el chico. Abrió una puerta, y le
mostró lo que había en el fondo del lugar: una montaña de basura rodeada por
agua podrida-: nosotros vivimos con esta otra realidad.
“En otras palabras –recuerda
Fernández- me dijo `enseñame un conocimiento que me permita vivir mejor mi vida
cotidiana`. En ese momento pensé que había que hacer algo urgente. Esa anécdota
me marcó profundamente. Soy un tipo muy sensible, vengo del barrio que te da
sensibilidad. Por eso cuando pasa algo así me replanteo de qué sirve todo tal y
cual lo hacemos desde los laboratorios”.
En el primer mes y medio de difusión
de las charlas de País Ciencia, en 2014, Fernández y su equipo recibieron 36
proyectos y visitaron trece ciudades, entre ellas Venado Tuerto, Cañada de
Gómez, Helvecia, Laguna Paiva, Rosario y Santa Fe. “País Ciencia es primero ir
y explicar lo que es el proyecto, segundo hacer una actividad de divulgación
donde desmitificamos la imagen del científico –explica Fernández-. Y después
nos quedarnos con los pibes ahí. Porque en el después es cuando surgen las
mejores cosas”.
¿Cuál es la importancia de la
Plataforma? Fernández destaca el hecho de que los estudiantes puedan hacer
pasantías que los acercan directamente con lo que es el quehacer científico.
“Un pibe viene al Max Planck, hace una pasantía de tres semanas y sale diciendo
`quiero hacer bioquímica como Claudio` o ´yo la verdad la biología pensé que
era otra cosa`. Eso redunda en que después ese mismo pibe no se cambie de
carrera, que tenga más definida su vocación. Porque ahí perdemos vocaciones y
dinero todos”.
Pero su rol como divulgador no termina
ahí: la esposa de Claudio es profesora de secundario, y los fines de semana por
su casa desfilan los alumnos para informarse de las diferentes carreras. Él los
recibe con pasión. “El país necesita ingenieros. ¿De dónde los vamos a sacar,
sino es de ellos?”, dice.
Una de las charlas que el investigador
da en País Ciencia se llama “La ciencia del fútbol”, y es un homenaje a su
padre. “El fútbol es el deporte más popular de la Argentina, y si querés
democratizar la ciencia, el deporte es una buena temática para demostrar que
hay ciencia en todas partes -asegura-. Yo ahí explico las razones por las que
la pelota no dobla, o les cuento a los chicos que hay un componente psicológico
cuando un arquero se tira a atajar un penal”.
A pesar de su éxito como científico y
como directivo en la carrera académica, según dice, País Ciencia le dio
alegrías que no le han dado el Max Planck, ni sus otros logros en materia de
investigación. “Tener pibes de la Villa 31 que hoy estén haciendo Biotecnología
en Quilmes o Bioquímica en la UBA lo paga todo. Esas satisfacciones –admite
Fernández- no hay publicación en revista internacional alguna que te la dé. Es,
a mi entender, lo mejor que te puede pasar como científico”.
*Claudio Fernández dará la charla “Leyes y principios de la
Fulbociencia” el domingo 26 de abril de 15 a 16 horas en la Sala Victoria
Ocampo del Pabellón Blanco de la 41º Feria Internacional del Libro de Buenos
Aires.